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Volver al cine

HA PASADO tanto tiempo desde la última vez que pisé una sala de cine que apenas recuerdo ya el hormigueo que sentía cuando se apagaban las luces y los números de la cuenta atrás comenzaban a caer sobre la gran pantalla, incluso las miradas airadas que solía regalar a cualquier vecino de butaca que amenazase con estropearme la experiencia a base de masticar palomitas o sorber cualquier bebida azucarada por una pajita. Eran días en los que me obsesionaba de tal forma mostrarme como un cinéfilo de lo más ortodoxo que llegue a apuntarme a clases de inglés y francés para subir otro peldaño en mi pedantería habitual y poder afirmar, a la mínima ocasión, que yo solo veía películas en versión original. Sin embargo, aquella pasión mía desapareció arrastrada por la pereza, por el acomodamiento, incapaz de escapar a las cálidas insinuaciones de un tridente corruptor e implacable que, encima, me costó un buen dinero: un sofá con chaise longue que parecía conocer como nadie mi delicada anatomía, una oferta excelente de televisión por cable y una nevera perfectamente equipada a diez pequeños pasos del salón. Así fue como, sin apenas reparar en ello, un día me desperté con sabor a podredumbre en la garganta, veinte kilos más de grasa alojados en la zona abdominal y la certeza de que había dejado escapar los mejores años de mi vida por la ventana, incapaz de mantener a mi lado al primer amor, aquellas películas en pantalla gigante que parecían devorarte el alma y luego te la devolvían a cachitos para que la recompusieses tú mismo, siempre con alguna nueva pieza con la que enriquecer el puzle.

Este exilio voluntario no me impide, sin embargo, seguir el desarrollo de cualquier gala o entrega de premios relacionada con el séptimo arte desde la exigencia y superioridad moral propias de un crítico cultivado, un censor en zapatillas que se escandaliza por todo y no encuentra sentido a nada, un fiscal doméstico y sin contemplaciones. Para tales labores, hace ya unos años, solía equiparme con una libreta de alambres, un bolígrafo negro para los pros y otro rojo para los contras, elegantemente enfundado en un batín de seda que había comprado en un mercadillo siguiendo el consejo de una gitana salerosa que leyó en mi mano trazas de señorito inglés y salió corriendo hacia su furgoneta, a la busca y captura de la prenda indicada. Hoy en día, además del batín y un picoteo ligero a base de aceitunas y productos ibéricos, tan solo necesito de mi teléfono móvil y una cuenta de Twitter para despellejar una gala entera sin apenas pestañear, que fue a lo que dediqué la noche del sábado durante la XXXI Gala de los premios Goya: la fiesta del cine español y una de las fechas más señaladas entre los usuarios habituales de las redes sociales junto al Festival de Eurovisión, la Gala de los Oscar y los Comités Federales del PSOE.

El espectáculo cumplió con todas mis expectativas así que pude dedicarme a criticarlo todo de forma despiadada, descabezando títeres como quien cambia de peluca a los clicks de Playmobil. Desde el presentador, un tal Dani Rovira , hasta la nueva Presidenta de la Academia del Cine, una señora a la que presentan como la modista que cosió los calzones a Superman, utilicé todo mi rencor y altas cotas de bilis para ensañarme con cada detalle criticable que observaba, empezando por el habitual desfile de las estrellas sobre la alfombra roja. "¡Qué asombroso ingenio! ¡Qué fecunda mordacidad, admirado Rafael!", me animaba a mí mismo en soledad mientras me reía a carcajadas por todo cuanto era capaz de escribir en tan solo 140 caracteres. La sangría cesó, sin embargo, en cuanto apareció en escena Silvia Pérez Cruz, que es un ángel caído del cielo para endulzar corazones ásperos y violentos. Cantó un pequeño fragmento de Ai, ai, ai con esa voz suya que resuena a través de la piel y te ensancha los pulmones para que entre aire puro a borbotones, para que los rincones más oscuros de nuestro espíritu disfruten de un poco de luz cantada y nuestros malos humos puedan, por fin, morir en paz. A partir de ese momento me resultó imposible recuperar el tono sarcástico y la mala hostia necesaria para diseccionar un espectáculo de estas características, incluso me sorprendí a mí mismo criticando la actitud de algunos compañeros tuiteros que seguían a la carga entre toques de corneta y con el sable en ristre. Se trataba, sin duda, de los ausentes por causas fisiológicas durante la breve aparición en escena de Silvia que lo cambió todo con una sonrisa y un destello, como Ronaldinho en 2003.

Cuando todo hubo acabado y se bajó el telón del festejo, sentí la necesidad de retomar aquel noviazgo que me había dado tanto y al que dejé abandonado sin ningún tipo de explicación, como quien deja tirado a su perro en una gasolinera esperando que sea otro quien se ocupe su cuidado. El cine y yo no merecemos una segunda oportunidad así que no descarto plantarme, esta misma semana, en una de las multi-salas de la ciudad para disfrutar de cualquiera de las triunfadoras de la noche de los Goya, una velada que comencé con ínfulas de carnicero loco y terminé aplaudiendo a rabiar mientras me preguntaba por qué ya no me sentaba en las últimas filas de los cines esperando a que se apagaran las luces y apareciese ella, mi película favorita, dispuestos ambos a meternos mano y comernos la boca como si no existiera un mañana. "¡Es hora de volver al cine, Rafael! Y cállate ya, haz el favor".

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