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Y Dios no lo quiso

YO NACÍ un 20 de Septiembre de 1977, al mediodía. Durante años, cuando mi madre me abroncaba por levantarme demasiado tarde, solía remitirla a ese primer despertar para alegar que cada uno es como es, un argumento bastante peregrino pero que solía cortar de raíz cualquier conato de discusión. Cuando me alumbró, pobre, trabajaba ella como aprendiz de peluquera mientras que mi padre faenaba en un pequeño pesquero de ardora bautizado como el Mari Cruz, en honor a una de las hijas del patrón. Según cuentan, se me trajo al mundo en un antiguo sanatorio de la capital, de un modo tan agónico que mi madre terminó echando del paritorio a su suegra, una de mis abuelas, que siempre ha tenido un carácter bastante difícil y nunca se cansa de demostrarlo. El mismo día, por si necesitan más datos, nacieron en el mismo centro siete niñas monísimas y con buena salud, algo que todavía aprovecha mi abuela, de vez en cuando, para clamar al cielo asegurando que no puedo ser nieto suyo, que alguna enfermera borracha se equivocó de retoño y les entregaron al hijo de un bailaor gitano. Cuando está de buen humor, en cambio, lo compensa llamándome "miña miniña".

El caso es que aquel 20 de Septiembre de 1977 sucedieron otras cosas dignas de mención, no to das iban a ser malas noticias. El Barça, por ejemplo, amaneció como líder de la Liga tras la disputa de la tercera jornada, aunque para ser del todo honestos debería contarles que terminó perdiéndola, como casi siempre en aquellos tiempos de dictadura blanca y amanecer democrático. También de buena mañana, ese mismo día, un soldado de origen toledano y residente en Madrid, Teodoro Martín, se llevó el mayor premio concedido hasta entonces por la popular quiniela: setenta y seis millones de las hoy conocidas como antiguas pesetas, despojadas ya de todo el encanto que las acompañaba cuando la gente se dirigía a ellas como las rubias. Con ocho variantes, el joven y animoso soltero de veintiún años clavó el pleno al catorce en una de las columnas selladas. Contaba, además, con otra siete apuestas de trece aciertos cada una, y dieciocho más con doce cruces afortunadas, demostrando que lo suyo no era una vulgar casualidad y que la ludopatía no es tan mala como la pintan, salvo cuando lo pierdes todo. "Como mucho, mi familia y yo pensamos que podríamos cobrar ocho o diez millones de pesetas. Me quedé de piedra", le contó Teodoro a un reportero de El País que peinó Madrid en busca del agraciado apostador. Gracias a aquella crónica antigua sabemos hoy que el padre de Teodoro, además de directivo del Toledo Fútbol Club, ocupaba su tiempo regentando una tasca en la calle Comandante Zorita de Madrid, y que el joven prestaba servicio militar de forma voluntaria en la Academia de artillería de Fuencarral. Como toda la familia y gran parte de la clientela del negocio familiar, Teodoro participaba en una quiniela supermúltiple en la que se gastaban treinta y cinco mil pesetas, todo un pico, pero aquella semana decidió cubrir una por su propia cuenta y riesgo de perder las cuatrocientas rubias invertidas. "La rellené sin ningún tipo de lógica aunque soy un excelente aficionado al fútbol, no crea", declaraba mi primer héroe, el hombre que se hizo millonario mientras mi madre agonizaba de dolor en Santa María.

El 20 de septiembre de 1977 nací y sucedieron otras cosas dignas de mención

A pocos meses de cumplir con la patria, el afortunado soldadito respondió a las preguntas del periodista con constante evasivas, un buen entrenamiento para lo que esperaba a la vuelta de la esquina: familiares, amigos y vecinos cuestionando al bueno de Teodoro sobre qué pensaba hacer con tanto dinero. "No he tenido tiempo a pensarlo. Lo más probable es que reparta algo con mis hermanos, Fernando y Pilar, y a ver si conseguimos que mis padres traspasen el bar y dejen de trabajar". En realidad, el único sueño de Teodoro era el de casarse con Marisa, su novia de toda la vida, y vivir felices el resto de sus vidas. Todavía hoy me maravillan los lazos existentes entre aquel desconocido y yo mismo, también empeñado en retirar a mis padres de la hostelería y casarme con Marisa, su novia de toda la vida.

Volviendo a mi propio nacimiento, en la escueta habitación de sanatorio donde la gente se acercaba a presentarme sus respetos, como si fuese un Borbón o un Corleone, se desató un intenso debate sobre el nombre que debía portar la criatura, es decir, yo. Mi padre albergaba ciertas esperanzas de que su primogénito se llamase como él pero enseguida le quitaron la idea de la cabeza: "le acabarán llamando Pepiño y con ese nombre no llegará muy lejos", dijo una tía lejana que había llegado la noche anterior desde Madrid, donde residía desde que abandonó Campelo. La trifulca se zanjó gracias a la intervención del que sería mi futuro padrino, un viejo amigo de la familia que me alzó hacia el cielo, me miró a los ojos y dijo que aquel niño se llamaría Rafael, "como yo y el mayor artista que jamás hayan conocido los tiempos". Cada vez que alguien cuenta la historia me imagino a mi padrino explicándome los entresijos de la obra de un pintor renacentista pero la fantasía se rompe en pedazos al compás de Yo soy aquel.

Y sí, yo soy aquel. Mientras todo esto acontecía, mi abuelo Otilio se dirigía al banco para abrirme una primera cuenta de ahorro, todavía boquiabierto por la llegada de su primer nieto al mundo. A buen paso, como el que salta nubes de azúcar, se plantó frente a la sucursal y solicitó la presencia del director, al que entregó un sobre con cinco mil pesetas y la esperanza de que algún día me ofreciese trabajo. Las otras cinco mil, enrolladas y aprisionadas con una goma, las entregó al cajero que le preguntó el nombre de la criatura para poder formalizar la libreta.

- Pues no lo sé, la verdad; salí de allí antes de que lo decidieran
- Bueno, lo importante es que venga con salud, querido Otilio.
- Y que sea del Madrid, mi estimado.
- Dios lo quiera, Otilio. Dios lo quiera.

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