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Koons-atracción

Jeff Koons es el papá de Puppy. Y ustedes me dirán y ¿quién es Puppy? Pues ni más ni menos que el monumental perrito florido que da la bienvenida a los visitantes del Museo Guggenheim. Unos visitantes que durante este verano han roto cualquier registro de afluencia de público a un centro cultural que se ha convertido en un referente a nivel nacional y un elemento dinamizador del turismo en el País Vasco. Quien suscribe es uno de esos que han elevado las cifras de visitantes al edificio de Frank Gehry y que ya había visitado pocos meses después de su inauguración en 1997. Una visita que el tiempo ya había arrinconado pero que ha reverdecido al encontrarme, no solo con un complejo artístico mucho más maduro, ampliado a su alrededor con piezas espectaculares que completan a esa gran pieza que es el propio edificio, entre ellas la impresionante araña de la artista Louise Bourgeois, sino con una ciudad como Bilbao repleta de vida y encanto. Ese proceso renovador, iniciado en aquellos años noventa, se reafirmó a partir de la ubicación del Museo Guggenheim -un clarísimo ejemplo de la importancia de la cultura como dinamizador económico y turístico- en las márgenes de un Nervión con el que la ciudad se ha volcado.

Gran parte de la explicación de esas cifras veraniegas radica en la confluencia de dos artistas singulares, cada uno hacedor de un universo propio y tomados como referentes de creatividad. Dos amplias exposiciones retrospectivas de Jeff Koons y Michel Basquiat llenan por completo los orgánicos espacios del museo y lo hacen para mostrarnos a dos artistas que no dejan a nadie indiferente, sobre los que a priori se pueden plantear demasiados prejuicios sobre sus lenguajes y hasta sus conductas vitales, pero de los que solo el arte puede y debe hablar.

"Creo que hay dos manera de entender el arte: como algo que aporta y como algo que aísla. El arte puede aislar haciendo que la gente se sienta incómoda con su propia historia".

(Jeff Koons. ‘El Cultural’ 6/06/2015)

Acudía más interesado en conocer lo hecho por Michel Basquiat, el primer artista africano acogido por la modernidad norteamericana como un referente artístico, fallecido prematuramente a los 28 años. Sus reinvindicaciones sobre la raza negra, su lectura del mundo y de su mundo no llegaron a atraparme en ningún momento. De manera inversa me sucedió con Jeff Koons. Las lapidarias sentencias de los grandes medios a su llegada a Bilbao, "El circo de Jeff Koons llega a Bilbao" (El País), "El Guggenheim fosforito" (El Mundo) o las constantes descalificaciones sobre su trabajo, le hacían a uno ir a visitar la exposición sin grandes aspiraciones. Pero todo arte necesita la presencia directa del espectador, el diálogo in situ con las obras para poder establecer un criterio propio. Y todo aquello que cada vez me interesaba menos en la obra de Basquiat me parecía más atractivo y sugerente en lo realizado por Jeff Koons.

Cada sala es una mezcla de espectacularidad teñida de sorpresa bajo la que se esconden muchos más elementos de lectura de nuestra sociedad a partir del atroz consumismo y la propaganda que, desde los años ochenta, abocaron a esta sociedad a gran parte de lo que es hoy. Un mercado de las vanidades en el que el ser humano se ha convertido en un objeto más, en una pieza decorativa de porcelana extremadamente frágil, pese a creernos tan fuertes. Jeff Koons descontextualiza objetos de la vida diaria, publicitaria, deportiva, doméstica, artística o infantil, para su reelaboración y posterior reconstrucción en un mensaje que se aproxime más al sentir del ciudadano de hoy que el de muchos otros artistas canónicamente más refinados o alabados por la sesuda crítica. Los visitantes a la exposición rápidamente se integran con sus piezas, quieren fotografiarse junto al Michael Jackson de porcelana, con su Popeye hinchable o con el propio Puppy, siempre la primera fotografía que uno toma al llegar. Se asombran con los tamaños de sus piezas, con los materiales, con ese tono kitsch que nos hace creer que estamos en un parque de atracciones artístico cuando no somos más que parte del propio atrezo pretendido por el artista. Los acompañantes de unas obras que nos envuelven con su fuerza y que, una y otra vez, incitan nuestra reflexión sobre cómo nos movemos y relacionamos con este mundo lleno de falsedades y apariencias. Pero al final el arte siempre está ahí, aguardándonos para que desde su contacto encontremos respuestas. Jeff Koons nos las ofrece en una exposición repleta de atracciones.

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