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La ciudad en verano

Habitantes y turistas convierten a Pontevedra en un ámbito de relaciones personales enmarcadas en un escenario privilegiado

Jóvenes refrescándose en la fuente de los jardines de Casto Sampedro en los años sesenta. CAMILO GÓMEZ
photo_camera Jóvenes refrescándose en la fuente de los jardines de Casto Sampedro en los años sesenta. CAMILO GÓMEZ

ESCENARIO ETERNO, Pontevedra configura, durante los meses de verano, un ámbito que cada vez descubre más gente como un lugar privilegiado para disfrutar de sus vacaciones. Al mismo tiempo los habitantes de la capital de la provincia hacen de ella un espacio de mayor esparcimiento, si cabe, que durante el resto del año, con una programación festiva y cultural que emerge de la propia fisonomía urbana y que se intensifica durante esta semana festiva en la que los anclajes de la infancia se reafirman con lo que el paso del tiempo nos ha echado encima.

Muchas de las fotografías que guardan la memoria de Pontevedra durante el siglo pasado nos presentan una ciudad pausada, en la que las piedras semejan dormir bajo un silencio inagotable y sus ciudadanos se mueven dentro de ella con una pesada cotidianeidad. Eran otros tiempos, fosilizados en blanco y negro, y en los que sobre todo la ciudad se percibe como un remanso frente a otras urbes que poseían un mayor dinamismo económico e industrial que modificaba los ritmos de vida de sus ciudadanos. Pontevedra, ciudad eminentemente administrativa y comercial, siempre ha sido una ciudad en calma, gustosa de quererse y de hacer de todo lo que suponga diversión y sosiego para el alma, una de sus mayores virtudes, aunque muchos vean en ellas un defecto. A su espalda carga con tradiciones de esas que se dicen seculares, de ritos y hábitos sociales que en cualquier otro ambiente serían perniciosos, pero que en ella son un elemento diferenciador sobre el resto de ciudades gallegas y que ha hecho de ella un entorno especial al que muchos han mirado con desconfianza, durante muchas décadas, pero ahora, en cambio, la observan con un punto de envidia y hasta de frustración por no vivir en ella.

Durante estos días de verano, de estío en forma de sonata, como firmaría uno de nuestros vecinos más ilustres, el esculturizado Valle-Inclán. Turistas y habitantes conviven en sus calles y plazas en un canto a la vida que no sé yo si tendrá demasiadas comparaciones con lo que sucede en el resto de ciudades. Miles de fotografías inmortalizando nuestros monumentos, abrazos a ese mismo Valle-Inclán, preguntas sobre quien es ese loro que posee hasta una estatua, terrazas repletas de personas saboreando nuestra gastronomía, risas y caras de felicidad que le otorgan a Pontevedra la fuerza necesaria para formar parte ya de los recuerdos imborrables de cada uno de ellos. Mientras, los de aquí, les observamos confiados, sabedores de que el embrujo de Pontevedra está actuando, a través de ese misterio que desprenden ciertas ciudades por sus cualidades físicas y humanas en cuanto las habitas durante un tiempo.

Esa mirada ya es en color, el que brota de un tiempo nuevo que ha ido renovando muchas actitudes y mentalidades para adaptar la ciudad a una nueva realidad. Cuando nos miramos al espejo de nuestras fuentes nos vemos a nosotros mismos, aupados al recuerdo de una ciudad que ya no levita, como la recreara genialmente otro significado vecino, Torrente Ballester, sino que se asienta firme sobre el suelo, reivindicando, desde diferentes aspectos, sus posibilidades de transformación, evolución y comunicación con otras realidades. Aquella ciudad que parecía aislada del mundo, en un enclave perdido de la geografía penínsular, acoge a miles de turistas que entre el olor a calamares fritos y la brisa marina que sube por el Lérez gozan durante varias horas de un paraíso en miniatura en el que el calor sabe medirse convenientemente (quizás este año se haya medido de más), para incidir todavía más en la calle como lugar de encuentro y de descubrimiento, algo que, por desgracia, ya se ha perdido de manera irremisible en muchas otras ciudades.

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