Opinión

Con el corazón partido

Lugo no llegó a recibir nunca a los refugiados que estaba dispuesta a cobijar, a pesar de las reiteradas promesas de ayuda

EL DÍA que nació mi hija se me partió el corazón. Ella se quedó para siempre con un trocito. Es suyo. Con la parte que me queda, me voy arreglando para gestionar todo lo demás. Agradezco que el azar no me haya puesto en la situación de otros padres. Doy gracias porque haya venido al mundo aquí, rodeada de cariño y de paz. Por no haber tenido que tomar nunca la decisión de subirla en una mísera balsa y echarla al mar. Tristemente, en su caso, sólo para cambiar una muerte segura por una muerte probable.

A veces, cuando la miro, me pregunto en qué clase de mundo le tocará crecer. Mientras aquí nos preparamos para disfrutar de unos días de fiesta, llegan a nosotros noticias de atrocidades que sólo la especie humana puede perpetrar contra sus semejantes. La masacre de Orlando o el terror de hilo fino que un desalmado siembra con el asesinato de una joven pareja de policías en presencia de su hijo de tres años. Los disturbios y las batallas campales en las inmediaciones de los campos de fútbol de Francia, tan violentos como absurdos. Por supuesto, el drama de los miles de refugiados que tratan de escapar, precisamente, de lugares donde ese tipo de barbarie es el pan nuestro de cada día.

Son personas que tratan de hacer algo intrínseco a su propia condición de seres vivos. Escapar de la muerte y la desolación. Básicamente, mantenerse con vida. Gente que sólo trata de llegar al palacio de cristal en el que se ha acomodado la vieja Europa. Un edificio con unos muros de vidrio tan finos que difícilmente podrá soportar, sin romperse, los envites de la guerra que tiene tan próxima, el empuje de los que huyen de la miseria y la ponzoña de los que quieren arrasarlo todo. Con sus múltiples y censurables defectos, que los tiene, y sus oscuros agujeros negros, provocados por las desigualdades y la corrupción, parece que nuestro sistema político y social es, a falta de uno mejor, lo más aseado que podemos permitirnos. Por eso, es el lugar al que aspiran a llegar los que escapan del infierno. También lo que quieren calcinar aquellos que alimentan con odio y fanatismo las calderas del tormento en sus países de origen.

Han pasado ya muchos meses desde aquella mañana en la que la imagen del pequeño Aylan Kurdi revolvió la conciencia de la opinión pública. El cuerpo yacente de aquel niño sirio en la arena de una playa turca fue como una bofetada en la cara de los países más afortunados. Los dirigentes políticos se comprometieron a actuar para poner fin a una situación que el propio Papa calificó como vergonzosa. Los gobiernos de los diferentes estados europeos pactaron un reparto de refugiados y España se comprometió a dar acogida en su territorio a unos dieciocho mil. Entonces todo el mundo se subió al carro. Desde el Ayuntamiento de Lugo, el gobierno local ofreció la posibilidad de atender a asilados en sus pisos de emergencia social y en el albergue municipal. También la Diputación, entonces presidida por Elena Candia, aseguró que no se iban a «escatimar esfuerzos» para ayudar a todas esas personas. Bien es cierto que unos y otros tendieron la mano siempre con la condición de que se produjese una llegada «planificada» de exiliados, cosa que no ha sucedido. En todo ese tiempo, apenas han venido a nuestro país unas pocas de decenas de expatriados por la guerra.

El viento se ha llevado aquellas palabras de apoyo y los compromisos firmados en papel mojado. Nadie quiere a los desterrados. Las promesas se han convertido en ceniza. Miles de personas malviven hacinadas como animales. Son víctimas de la guerra en su país, pero también del miedo y la incomprensión del lugar al que han llegado después ir dejándolo casi todo por el camino. Dos menores mueren cada día en las costas del Mediterráneo. Ahogados en ese inmenso cementerio de agua. Niños muy pequeños, incluso bebés, que no llegarán a alcanzar nunca el futuro que sus padres trataban de procurarles cuando se lanzaron al mar con sus familias. A quién le importa. Hace poco me hizo hervir la sangre una conversación con dos chavales de poco más de veinte años. Venían a decir que los refugiados tenían que arreglarse con lo suyo, en sus países, porque aquí no hay sitio para ellos.

Cada cual que apande con la penitencia que le ha tocado en suerte. Primero somos nosotros que los de fuera. Hablaban, sin duda, con el egoísmo pueril de quien nunca se ha parado a pensar que las personas no eligen donde les ha tocado nacer. Que sólo por eso, por venir al mundo en un lugar o en otro, su destino está marcado. También con el desconocimiento de que esa misma forma de pensar ha sido el sustrato que ha alimentado grandes catástrofes. Es el mismo poso infeccioso que engorda los nacionalismos exacerbados y ceba los populismos, de derecha o de izquierda, que están proliferando en Europa. Tampoco puedo culparlos. Supongo que esa opinión es fruto de lo que han mamado. Espero que la vida los haga más sabios, o al menos más comprensivos, pero ojalá nunca descubran por las malas lo equivocados que están.

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