Opinión

Una bomba en un tiempo incierto

La crisis climática amenaza nuestra salud. Así lo afirman Médicos del Mundo como organización sanitaria que está prestando atención en hospitales, centros de salud y también directamente a poblaciones de todo el mundo.

Según esta organización, la crisis climática supone la mayor amenaza para la salud a la que se enfrenta la humanidad y que ya supone que el 23% de muertes globales sean debidas a factores medioambientales. Señalan como las personas más dañadas son las menos responsables de esta crisis y además, las más carentes de posibilidades para protegerse y proteger a sus familias y, por si fuera poco, las menos representadas en los foros del clima como la Cumbre de Glasgow.

Entre los países que mencionan Médicos del Mundo destacan como ejemplos Sudán del Sur con 466.000 desplazadas por las inundaciones desde mayo, o Mozambique, dónde los ciclones devastaron pueblos enteros y además de los cientos de muertos contabilizados, obligaron al resto a desplazarse tras perderlo todo. El clima extremo agrava la situación de hambre y desnutrición que padecen esos países dónde han tenido que intervenir de emergencia, como en Burkina Faso, debido a la elevada presión de la concentración de personas motivadas por los desplazamientos forzados a causa del clima.

Pese a que los científicos insisten en que ya estamos pasando el punto sin retorno, los países industrializados y las grandes corporaciones continúan haciendo oídos sordos a la realidad y cuentan con el apoyo político de muchos Gobiernos, hasta el punto de que el lobby de las corporaciones productoras de energías fósiles tienen tantos representantes en la Cumbre de Glasgow que, si ese sector industrial fuese un país, tendría la delegación con el mayor número de miembros de toda la COP26.

The Global Witness denuncia que, mientras la delegación más numerosa es la de Brasil con 479 representantes y Reino Unido que preside la Cumbre tiene 230 delegados, las empresas del petróleo, el carbón y el gas cuentan con 503 representantes, contando así con mayor presencia que la suma de los representantes de los 8 países más afectados por la crisis climática. Así se entiende que la huella que están imprimiendo en los acuerdos los convierta en absolutamente inútiles como se está denunciando por los activistas climáticos y los ecologistas durante la semana pasada.

Pero ¿qué otra cosa se podía esperar si entre los patrocinadores de la COP26 los 11 principales pertenecen a negocios de las energías del gas y el petróleo y han emitido más CO2 en el año que el propio Reino Unido entero?. Tampoco se debería olvidar que el 1% de la población más rica del mundo emite 30 veces más CO2 del necesario para dar cumplimiento al Acuerdo de París.

Pero nada importa mientras el capitalismo siga comprando voluntades y retrasando el freno al uso de energías fósiles, consiga llevarse el dinero público para seguir enriqueciéndose con las renovables, manteniendo el dominio del sector, y de paso que de frenar el crecimiento continuo, relocalizar y racionalizar la producción y el consumo y reeducar para hacer sostenible la economía, ni se hable. Eso del decrecimiento y la economía sostenible no va con ellos. Estos lobbies y los políticos a los que “convencen” confían la solución, para todos los problemas que están creando, a inventos futuros que va a tener la ciencia para neutralizar la contaminación y el efecto invernadero que amenaza con asolar el planeta. Por supuesto, de invertir parte de sus ganancias en la investigación tampoco se habla; para esos menesteres está el dinero público, pero eso sí, puesto en sus manos y con garantías de quedarse la patente de los resultados.

De nada sirven las advertencias de los científicos sobre las evidencias del derretimiento del permafrost debido al calentamiento global y que, cuando decrece el suelo helado, aumenta la temperatura del planeta. Dice Miguel de Pablo, que lleva 11 años haciendo viajes a la Antártida para investigar, que el suelo de la Antártida no tiene influencia de materia orgánica y sirve de nivel de referencia para los que estudian el permafrost en el Ártico. En sus observaciones menciona el retroceso del suelo helado a un ritmo muy rápido, constatando un retroceso de 100 Km en los últimos 50 años.

De Pablo habla del gigante dormido que según la comunidad científica contiene el permafrost. Este geólogo y profesor de la universidad de Alcalá afirma que es una bomba de relojería para el planeta porque su temperatura está aumentando y se aproxima al límite de estabilidad. Si no se frena esta tendencia, (a lo que la Cumbre de Glasgow no se muestra proclive), puede llegar a desaparecer y las consecuencias serán apocalípticas.

Con respecto a la amenaza del Ántrax cuya aparición en el Ártico está confirmada y en Siberia causó varias muertes, no deja de considerarla una mera anécdota con respecto a otros peligros: organismos vivos, (entre ellos bacterias resistentes a los antibióticos), que llevan miles de años congelados; aumento drástico de liberación de gases de efecto invernadero, (dióxido de carbono y metano), que acelerarían el calentamiento global; también cambios en la salinidad del océano por la incorporación de agua procedente del deshielo y que provocaría alteraciones en las corrientes y los ecosistemas marinos…

El permafrost, o tierra permanentemente congelada, cubre unos 23 millones de Km. cuadrados en el hemisferio norte y en su mayor parte tiene más de un millón de años de antigüedad. Y dado que el cambio climático provoca en el Ártico un calentamiento mucho más rápido que en el resto del mundo, se estima que para el 2100 según algunas fuentes, para otras puede que en 2050, se habrán perdido sus dos tercios cercanos a la superficie.

Un reciente informe de Nature Climate Change señala un potencial de liberación de bacterias y virus desconocidos, pero también de desechos nucleares, radiación y sustancias químicas preocupantes. No hay que olvidar que el Ártico tiene metales naturales que durante décadas se han extraído causando gran contaminación con materiales de desecho en decenas de millones de hectáreas; entre esos metales están el arsénico, mercurio y níquel. Un estudio de 2018 reveló que más de 58 millones de litros de mercurio pueden estar enterrados bajo el permafrost del hemisferio norte.

Esta situación ya está teniendo repercusiones serias en países como Suecia, en Alaska cuyo suelo está constituido por permafrost en el 85%, o en Siberia, dónde ciudades enteras empiezan a resquebrajarse y en Yakustk ya se han destruido edificios enteros.

Los riesgos del deterioro del permafrost son aterradores e incontrolables y amenazan a las infraestructuras de poblaciones enteras; destrucción de cañerías y desagües serían un serio problema, pero no tanto como los señalados en 2019 por el Ministerio ruso Medio Ambiente cuyo informe contempla la rotura de oleoductos y los depósitos de almacenamiento de los desechos químicos y radiactivos. Y no son meras especulaciones puesto que ya 2020, en Norilsk, (Siberia), el hundimiento de los cimientos provocó que un tanque de combustible vertiera 21.000 toneladas de gasóleo que contaminaron los ríos aledaños.

Podríamos hablar del informe obtenido por la agencia AFP, cuya publicación se hará en 2022, según el cual 1.200 ciudades y pueblos, 36.000 edificios y 4 millones de personas resultarán afectados por el deshielo.

Son datos que no permiten cuestionar el deshielo del permafrost como la bomba de relojería del cambio climático y la amenaza real para nuestras vidas.

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