Opinión

Del suicidio y el buen sentido del humor

BELMONTE, para quién la base de su identidad fue su profesión, se realizaba ante el toro y se sentía capaz de ser él mismo. Este torero, nacido en Sevilla en el año 1892, era tímido, inseguro, travieso y transgresor y, tras unos comienzos durísimos y aventurados fuera de la ley, entendió que su único destino era plantarse delante del toro porque su inseguridad y falta de facultades físicas solo disminuía ante esos peligros; en esas circunstancias se sentía superior y se calmaba su sed de lo imprevisible.

Belmonte, cuya tendencia suicida y los cambios de ánimo eran patentes, encontró en el toreo una solución perfecta porque, a diferencia de otras disciplinas artísticas, en el toreo todo cuanto sucede no está predefinido. Derrochó un valor temerario que le convirtió en figura máxima del toreo y encontró que, en ese terreno, era posible la acción inmediata y por otra parte la casi imprevisible del toro. Dicen los expertos que no era un torero tremendista, sino un suicida que, por otra parte, aportó al toreo un sentido de fuerza espiritual más allá de la material. En opinión de los profesionales de la psiquiatría Jaime del Corral y Rafael Fernández, el triunfo de sus creencias taurinas le satisfacía aunque "algunas veces tuvo dificultades para asimilar y aceptar su éxito y en varias ocasiones se retiró". Consideran que “"probablemente esa personalidad inconformista le hacía pensar en nuevos retos, en nuevas emociones, alejándolo de vivir el momento".

Según los referidos autores, conociéndole, es fácil adivinar cual era su sentido del buen morir, hecho que ocurrió en 1962, ya retirado del toreo, cuando el día 8 de abril se suicidó de un tiro dejando una nota para que no se culpara a nadie de su muerte. Ese fue el fin de un torero que cambió el mundo del toreo y dio origen a la llamada "aristocracia del valor" y qué, dada su personalidad, no pudo esperar a la muerte ya etiquetada por su enfermedad y, tras una tarde de toros, caballo y campo, fue a encontrarse con ella sin muleta ni capote cuando ya no podía torear para hallarse con la muerte en la plaza.

Para entender esa pasión por el suicidio como muerte voluntaria, hay que recurrir a su historia personal, porque tanto el torero cómo otros artistas que construyeron sus vidas en torno a la muerte, no fueron enfermos mentales y su elección estuvo fundamentada en su propio mundo y en su desarrollo ideológico. Tal vez, en este caso, la búsqueda de la muerte en la plaza, además de aplacar su sed de lo imprevisible, persiguiera la gloria. Pero al igual que a muchos otros, no ocurrió cómo hubiera querido y por ello le puso fin de otro modo, aunque buscando una relación con lo que siempre había deseado.

En la elección del suicidio como muerte voluntaria pueden incidir, además de la propia historia del sujeto, las convicciones religiosas que inviten a la inmolación, la gloria militar u otras opciones que le confieran a la muerte un carácter honorífico, razones culturales que influyen en la aceptación o rechazo social del suicidio e incluso en su forma de llevarlo a cabo ó en el hecho de que sea individual o colectivo y, cómo no, razones de enfermedad física o mental, limitaciones físicas graves o bien, situaciones desesperadas en la vida de la persona.

Existen límites entre el suicidio asistido, la eutanasia y el suicidio en si mismo. Aunque la mayoría de las veces el deseo de muerte, más que a una opción personal obedece a la presencia de algún trastorno ya sea afectivo o de otra índole; no hemos de olvidar que existen suicidios que podríamos denominar como “suicidios lúcidos” que se dan en personas que no padece ningún tipo de patología psíquica pero que deciden terminar con su vida antes de que la enfermedad tome las riendas del inevitable tránsito. Es en este contexto dónde cobra sentido el debate de la eutanasia y del suicidio asistido en aras de clarificar que seamos dueños de nuestra forma de vida y de nuestra

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