Opinión

La censura

La censura de la trasmisión del conocimiento, contenida en grabados, libros, revistas o incluso en la trasmisión oral, se ha reflejado en diferentes culturas a lo largo de la historia. Las formas en que se llevó a la práctica fueron tan variadas como el objetivo que se perseguía con el control de la información.

Sin olvidar que muchas veces la información estaba reservada a los círculos de la élite social, a la cúpula del poder religioso, económico ó político, cómo privilegio de clase, institución o rango social, también se aplicó para erradicar y extinguir la cultura originaria de los pueblos que eran colonizados, o acabar con determinadas ideologías o creencias.

Lo cierto es que el control de la información y la restricción del conocimiento fueron herramientas eficaces para perpetuar situaciones de poder y mantener el dominio y control social.

Estas prácticas, en muchos casos ancestrales, se han mantenido de una u otra manera a lo largo de los tiempos. De ese modo se han perdido conocimientos de civilizaciones antiguas en América latina, se ignoran conocimientos indígenas que se fueron perdiendo en el tiempo conforme se van exterminando las tribus, e incluso se obstaculiza el empoderamiento de la cultura propia de determinados pueblos.

Hoy día, la tendencia a la uniformidad que fomenta la globalización del planeta, no mejora en absoluto la conservación de la diversidad originaria. Tampoco se puede hablar de una calidad óptima de la información en plena era de la expansión digital de la comunicación; lo que tenemos es más bien todo lo contrario porque el exceso de información y el entramado de noticias falsas, junto con la interpretación tendenciosa o la difusión parcial y distorsionada de determinados hechos por parte de algunos medios de comunicación y redes sociales, lo que hacen en realidad es crear confusión y, en definitiva, el resultado es desinformación sobre la realidad.

Si repasamos la historia de nuestro país, aparecen una serie de reglamentaciones que comienzan con la Restauración borbónica en España. En 1875 se dictaron una serie de disposiciones contra la libertad de prensa mediante la censura previa de las publicaciones y la suspensión de periódicos que no agradasen al gobierno. Ese mismo año se prohibió la prensa republicana en enero, levantando de nuevo la prohibición en mayo; sin embargo, en 1876 se dictaron nuevas normas para castigar los excesos de ese periodo de permisividad. En 1879 se publicó la primera Ley de imprenta, cargada de restricciones, a la que siguió la Ley de imprenta de 1883 según la cual, la suspensión de un periódico solo podía ser decretada judicialmente, abriéndose así a la creación de nuevas cabeceras que dieron paso de la prensa política o de partido a la prensa industrial; parte de esa Ley perviviría hasta la Ley de Prensa e Imprenta de 1966.

Con la dictadura franquista, se publica en 1938 la Ley de Prensa con el objetivo de suprimir la prensa republicana y convertir en una institución al servicio del Estado al conjunto de cabeceras, sirviendo así de instrumentos de adoctrinamiento político y trasmisoras de los valores oficiales del régimen. Sobre esta Ley afirman algunos que regularizó la censura y obligó a retirar libros, revistas, publicaciones, grabados e impresos “con ideas disolventes, conceptos inmorales, propaganda de doctrinas marxistas y todo cuanto signifique una falta de respeto a la dignidad de nuestro glorioso Ejército, atentados a la unidad de la Patria, menosprecio de la religión católica y de cuanto se oponga al significado y fines de nuestra Cruzada Nacional”.

Al amparo de dicha Ley, que convirtió la información en propaganda, durante la ocupación franquista de Barcelona, el 27 de marzo de 1939 cuentas las crónicas que se lanzaron 6.000 ejemplares por las ventanas y se quemaron en torno a 72 toneladas de libros. Según Olga Rodríguez esta práctica de quemar libros era habitual por parte de los golpistas, tanto en la guerra como en la primera parte de la postguerra, haciendo con ellos grandes hogueras en calles y plazas de toda España. Nada nuevo por otra parte si volvemos atrás en la historia y repasamos la colonización de América, entre otros ejemplos.

En 1966, la Ley de Prensa e Imprenta, transforma la empresa periodística en dominio de la iniciativa privada, anulando las consignas y la censura previas que quedan limitadas a casos de emergencia o guerra, pero impone el depósito previo de las publicaciones. Este intento de imitar a países del entorno creó un marco jurídico que permitía a los periodistas recurrir las posibles sanciones administrativas interponiendo el recurso contencioso administrativo.

Finalizada la dictadura y al amparo de la C. E. de 1978 se promueve la protección de la libertad de expresión y el derecho a la información y consagra la libertad de prensa de forma definitiva, siendo de relevancia la Ley Orgánica 2/1997 que regula la cláusula de conciencia de los profesionales de la información y tiene un doble objeto: reconocer al profesional de la información como agente social de la información y reconocer a las empresas de comunicación, sean de naturaleza pública o privada, como entidades que participan en el ejercicio de un derecho constitucional necesario para la existencia de un régimen democrático.

Por algo son muchas las coincidencias en que nunca hubo tanta libertad de prensa como cuando no hubo Leyes de Prensa.

Independientemente de la consideración de que el derecho a la información supone que la información sea veraz para que sea tal, y no contribuya al ruido y la desinformación, dada la complejidad de medios de comunicación nacionales, internacionales y redes sociales, el reto actual apuntaría a cómo advertir a los usuarios de aquellos contenidos falsos, sin coartar la libertad de información y el derecho a estar informados.

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