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El triunfo de la infelicidad

Éramos felices. Usted, por ejemplo, es menos feliz que hace diez o quince años. Puede que usted sea la excepción, pero sí son menos felices la señora que está sentada ahora mismo a la mesa de al lado en la cafetería, o el chaval que pasa por delante. En general, éramos más felices. Sucedía en buena parte del mundo. Los británicos eran más felices, los norteamericanos también y los italianos, los austríacos, los griegos, los holandeses, los franceses y los alemanes. Los portugueses también.

En todos estos lugares y en muchos otros echan la culpa al pueblo del auge de ofertas extremistas variopintas, a derecha e izquierda. La culpa no es del pueblo. Nunca lo es. Junto a mi portal hay una máquina que expende las 24 horas del día diferentes productos, algunos de ellos alimenticios. Su plato estrella, el más solicitado, es la hamburguesa de kebab de ternera. Una delicia que aprecian los paladares más exigentes del barrio. Es verdad que a veces uno se siente después de comerla como si tuviera en el estómago un gato rabioso, pero ése es otro asunto. El caso es que la hamburguesa de kebab de ternera no se repone con la misma celeridad con que se vende. Es habitual que se encuentre agotada. Eso genera entre el vecindario la lógica frustración, aumenta los niveles de ansiedad y el mal humor y vivimos cada día peor al ver que el asunto no se soluciona con el transcurso del tiempo. Todo ello es resultado de la escasez de algo que nos hace felices. De un momento a otro, saltará un extremista del barrio y ofrecerá una solución radical. Y muchos vecinos creerán en él, empezando por mí. Luego resultará que nuestro líder y sus seguidores tendremos la culpa. Pues no: la culpa será de quien nos ofreció una vida con hamburguesas de kebab de ternera y luego nos dejó sin ellas.

Pues eso es lo que ocurre en todo el mundo aunque nadie lo quiera ver. La gente ha dejado de conformarse. Son ya demasiados años desde que empezaron todas las crisis: la económica, la financiera, la laboral, la de las pensiones. Una persona que tenga hoy veinte años solamente recuerda escenas dramáticas: un padre o una madre en paro, un vecino desahuciado, una hermana que ha tenido que emigrar para buscarse la vida, una beca cada año menor. Y los que tenemos más de cuarenta o cincuenta, añoramos aquellos tiempos en los que todo era mejor. Podíamos vivir razonablemente bien, teníamos más y mejores sueldos y nos permitíamos viajar a Portugal o a Asturias un par de semanas al año. Tampoco pedíamos nada del otro mundo.

Ahora vivimos todos desconcertados. No entendemos el Brexit ni la victoria de Trump. Los extremismos no son la causa de la infelicidad: son la consecuencia. Aquellos que son felices nunca buscan alternativas. Los que viven igual o mejor votan a quienes le proporcionan ese grado de confort. Son los que empeoran, los que no tienen mucho que perder, los que se lanzan a la aventura. Desde siempre, la infelicidad genera reacciones. La gente encuentra culpables y busca soluciones. Los pueblos llevan demasiados años sufriendo una crisis que no provocaron ellos. Diez años esperando que les toque una quiniela para escapar de esta vida, para escapar como sea. Esto último lo saqué de una canción. Es por eso que la gente empieza a echar quinielas, para probar suerte.

El que no quiera entender eso, que no se dedique a la política. Las sorpresas del Brexit y de la victoria de Trump son los máximos exponentes de una incapacidad generalizada para interpretar lo que ocurre, incluso después de que haya ocurrido. Ni somos capaces de predecir el futuro ni de comprender el pasado más inmediato. Y lo que ocurre es que mucha gente quiere recuperar la felicidad de otros tiempos y, en vista de que con la política tradicional no lo consigue, busca alternativas a la desesperada. La principal razón de todo ello es que quienes más temen a los populismos no quieren ver que su solución es cambiar lo que haya que cambiar para que los ciudadanos recuperen la felicidad inmediatamente. Sin embargo siguen ofreciendo una y otra vez lo mismo que nos hace infelices. Por eso Europa entera quiere saltar por los aires: porque nos prometieron una vida mejor y hoy somos menos felices que cuando nos lo creímos. La infelicidad triunfa y acaba convenciéndonos de que los problemas no los solucionarán quienes los han creado y de que el extremismo o la radicalidad no son intrínsecamente malos. Nadie en Alemania apoyó a Hitler para meterse en una guerra mundial y perderla. Confiaron en él porque les prometía una vida mejor en medio de una época de miseria. Salvando las distancias, lo que ocurre ahora en media Europa tiene algo que ver. La paciencia de los pueblos se agota. La culpa no es del neonazi que monta un partido ni de quien lo vota. La culpa es de quienes han venido creando las condiciones óptimas para que un neonazi nos prometa la felicidad y acabemos creyéndole, como en mi barrio creeremos al primero que nos prometa devolvernos nuestra hamburguesa de kebab de ternera.

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