Opinión

Pantalones de campana frente a la batalla cultural

El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, en un rodeo este verano. EUROPA PRESS
photo_camera El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, en un rodeo este verano. EUROPA PRESS

SIENDO CARDENAL, Ratzinger intento lanzar una batalla contra el relativismo moral. Ya lo había intentado Sócrates mucho antes, con igual resultado: el fracaso. Para el futuro Benedicto XVI, que es un gran teólogo, nada es relativo. El relativismo premia la individualidad, pues no busca una verdad común y universal, sino que concede a las personas y a sus conjuntos la capacidad de decidir, mientras que los antirrelativistas proponen que solamente hay una verdad -en este caso basada en la doctrina cristiana-, y en base a ella debe actuarse. Poco eco tuvo aquella guerra porque salvo algunos sectores de la derecha europea y latinoamericana, nadie hizo demasiado caso en su momento.

Yo viví un durísimo y largo enfrentamiento entre un relativista, Julio, y el encargado de la fábrica en la que trabajábamos. Julio se instalaba en su puesto de trabajo con unos pantalones de campana. No eran unos pantalones cualesquiera, sino los de su boda, bien cortados, de buen tejido y con unas campanas que serían la envidia cualquier gran catedral.

El encargado, que era un antirrelativista, siempre discutía con Julio. Decía que aquellos pantalones daban mala imagen de la empresa y Julio como buen relativista decía: "A min tápanme as pernas". Cada vez que entraba un nuevo cliente por la fábrica, el encargado le daba un paseo para que viera cómo se fabricaba el producto y lo primero que había nada más entrar era un señor con un bigote que le llegaba hasta el cuello, una bata azul y aquellos pantalones de campana, que además brillaban. Por mucho que el encargado antirrelativista se empeñara en sacar al cliente de ahí, era imposible no quedarse hipnotizado mirando a Julio, que realmente parecía un espantajo.

El encargado insistía en que aquella prenda no era apropiada y Julio se encogía de hombros y afirmaba que a él le tapaba las piernas, que bien pensado es el objetivo con el que se inventaron los pantalones. Todos nos poníamos de lado de Julio, entre otras cosas porque a diario aparecía con tres o cuatro botellas de tinto catalán e íbamos pasando por ahí a dar tragos, lo que quizá no era muy prudente toda vez que trabajábamos entre máquinas perfectamente capaces de arrancar una cabeza de cuajo al menor descuido.

Cuando el encargado ofreció en nombre de la empresa proveer a Julio de unos pantalones de trabajo todos nos alzamos pidiendo el mismo trato a sabiendas de que la empresa no asumiría ese coste. Las batas azul obrero era todo el vestuario que nos daba la empresa mientras todos y todas disfrutábamos de aquella batalla sobre el relativismo moral.

Para Julio, las consecuencias de llevar aquellos pantalones eran relativas. Él haría su trabajo igual de bien en bermudas, en bañador o en calzoncillos, y el que el encargado se avergonzase ante los clientes no era su problema; el encargado, por su parte, pensaba que no, que no era relativo: creía en una doctrina universal sobre el vestuario adecuado para presentarse a laborar en una fábrica. Lo que a uno le daba igual era lo más importante para el otro.

Como Sócrates y como Ratzinger, aquel encargado, cuyo nombre olvidé hace años, perdió su batalla contra el relativismo de Julio. Según me contaron mucho después de que yo dejase aquella fábrica, los pantalones fueron perdiendo su original prestancia, consecuencia del lógico desgaste y de las manchas de grasa imposibles de lavar, pero Julio se jubiló con ellos puestos. Venció al encargado antirrelativista.

Sin embargo, hace algunos años que la lucha contra el relativismo toma cada vez más fuerza. Ahora los antirrelativistas ya no se hacen llamar así ni de ninguna otra forma. Lo simplifican asegurando que hay que dar la batalla cultural para hacerse con el relato. El relato es la doctrina que pretenden imponer, así que con otras palabras persiguen el mismo objetivo, el de exigir una verdad absoluta según la cual lo que está bien y lo que está mal lo deciden ellos porque nada es relativo. La dificultad estriba en que ese objetivo solamente se logra por la vía de la fuerza, pues se basa precisamente en eliminar el libre albedrío, las conciencias individuales y colectivas y los pantalones de campana y como eso por las buenas es imposible, se hace por las malas, vía recortes de libertades para adaptar la realidad al discurso que se trata de imponer. Tampoco les va tan mal: han ganado elecciones, por ejemplo en Brasil o en algunos países europeos, y en otros vienen creciendo, caso de España.

Yo siempre a favor de los pantalones de campana ante estos discursos liberticidas de quienes tratan de imponer una ortodoxia medieval para obtener el dominio de las masas a base de recortar derechos adquiridos e impedir otros que han de llegar. Vienen además tiempos revueltos para ganancia de estos pescadores, así que lo que procede es hacer acopio de pantalones de campana y encoger los hombros para afrontar esta mal llamada batalla cultural que va cogiendo fuerza. Total, tapan las piernas, y eso no es relativo.

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