Opinión

Pontevedreses non gratos

TAL COMO ha dicho con insistencia en los últimos días, no encontraremos antecedentes de que nadie en Pontevedra haya sido declarado persona non grata hasta la pasada seman. La medida, que carece de toda vinculación jurídica más allá de los ámbitos de la diplomacia internacional, solamente sirve fuera de ellos para avergonzar a una persona y someterla a la humillación pública y es cierto que eso jamás había sucedido en Pontevedra.

También es cierto que la figura de persona non grata es relativamente nueva. Antes existían otros métodos que lograban el mismo objetivo incluso con mayor eficacia, y la ciudad de Pontevedra no era ajena a ellos, como cualquier otra. En una ocasión, teniendo la plaza bajo su poder allá por el siglo XV, Pedro Álvarez de Soutomaior, conde de Caminha, secuestró al arzobispo de Tui, lo desnudó, lo subió sobre una mula y así lo paseo por todo el sur de Galicia, de monte en monte, de valle en valle y de fortaleza en fortaleza, según cuenta el cronista Vasco de Aponte. El escarnio público era bastante común por aquellos tiempos en sus diferentes modalidades. Además de la exhibición pública del acto humillante, el destierro es, quizá, el mejor antecedente de la declaración de persona non grata. Claro que con el tiempo este tipo de castigos fueron felizmente prohibidos por ser totalmente contrarios a las leyes y a los derechos humanos, mientras que declarar non grata a una persona, por excesivo que sea, que lo es, no contraviene ley alguna.

A veces se daban combinaciones de varias modalidades de escarnio. Le sucedió a Vasquida García, pontevedresa, en 1579. Vasquida estaba casada con el demonio. Para ser más precisos, Vasquida no estaba casada con el demonio, pero de eso la acusaron y así lo confesó tras un interrogatorio poco amable. Fue condenada a recibir 100 azotes en un acto público y luego fue desterrada. Lo curioso es que en el proceso, celebrado en Santiago, numerosos testigos declararon que, en efecto, Vasquida estaba casada con el demonio y que, de hecho, todos ellos la habían visto con él. Los autos de fe, tan numerosos en aquellos tiempos eran exactamente actos de humillación, espectáculos por cierto muy satisfactorios para el pueblo. Y salvo breves periodos, como el referido de Pedro Madruga, la ciudad pertenecía al arzobispado de Compostela, que era la institución que en nombre de la Iglesia gobernaba Pontevedra, por lo que es lícito afirmar que eran nuestras autoridades las máximas responsables de todas las humillaciones públicas.

Sería aburrido continuar poniendo ejemplos de aquellos tiempos, pero sépase que los hay, y numerosos. Centenares. Incluso una vez expulsamos a toda la comunidad jesuita. Por tanto, aunque en líneas generales pueda aceptarse que Pontevedra es una ciudad acogedora, la afirmación es inexacta si buscamos excepciones, pues son abundantes. Sin alejarnos tanto en el tiempo, tenemos los ejemplos de Alexandre Bóveda y de Castelao, pontevedreses de adopción desterrados, el uno en Andalucía y el otro en Extremadura, asesinado luego el primero y el segundo muerto en el exilio. Es cierto que no fue la ciudad quien los envió al destierro, pero sí es verdad que aquí mucha gente creía que merecían todo lo que les sucedió, y desgraciadamente la sigue habiendo. También es cierto que fueron las instituciones públicas las que los sometieron a sus respectivos calvarios y participaron activamente en los destierros, en los exilios, en los fusilamientos, y en rapar el pelo a las mujeres, un modo de humillación excepcionalmente notorio, cruel y machista.

Tampoco culparemos a las autoridades por el destierro de Suso Vaamonde, que fue voluntario, para eludir la prisión en pleno 1979, seis años y un día a los que fue condenado por cantar una canción en Pontevedra.

El caso es que cualquier humillación pública tiene la peculiaridad de dirigirse al nombre y a los apellidos, a la propia persona, no en función del cargo que ocupa, pues para eso ya existe otra figura, la de la reprobación, que en el caso de Rajoy hubiera sido igual de efectiva sin levantar tanta controversia. La declaración de persona non grata es una manera de decir: “No mereces estar entre nosotros. No te queremos aquí. Lárgate”. Además, no tiene plazo. Es una medida perpetua y revisable, aunque sus consecuencias pueden ser poco edificantes, tanto para quien la emite como para quien la sufre. De hecho, el motivo de que sea legal es precisamente su falta de efectos jurídicos, pues de tenerlos sería una aberración democrática. No obstante, sigue siendo un destierro, no físico pero sí moral que de tener aplicaciones prácticas pondría a quien lo ejecuta a la misma altura que a Sinaí Giménez, que hace poco envió al destierro a medio centenar de gitanos zamoranos.

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