Opinión

Punto de no retorno

Con frecuencia se llega a un punto de no retorno. Si eso le ocurre a una persona, no es asunto suyo ni mío. Mire usted a Germán Coppini, el primer cantante de Siniestro Total. Llegó un momento en el que tuvo que decidir si quería seguir cantando Los esqueletos no tienen pilila u optar por Malos tiempos para la lírica. Nunca sabremos qué hubiera ocurrido de tomar la otra opción, pero sí que a Siniestro Total no le fue mal sin él y Coppini en tres años sacó unos pocos temas que son todos ellos clásicos. De los cuatro miembros originales otros dos, Torrado y Costas vivieron también la experiencia de verse obligados a decidir si dar otro paso sin vuelta atrás y lo hicieron, dejaron solo a Julián Hernández como fundador, que fue recomponiendo la banda a lo largo de las décadas. Más bien era un asunto de unos punkis que solamente afectaba a ellos. Dejaron un buen catálogo y vendieron muchos discos, pero sus fans hubieran encontrado otros grupos, que los había a patadas. Nuestras vidas tendrían otra banda sonora y ya está.

Cosa bien diferente sucede si quien llega a ese punto de no retorno es una sociedad y la decisión afecte de manera vital a cientos de miles o a cientos de millones de personas. Mire usted Catalunya, cuando se quedaron a un pasito de declarar la independencia. Yo lo hubiera hecho porque era lo que se había prometido, pero en fin. No se atrevieron a cruzar la delgada línea de meta. La decisión no era fácil, claro, pero para no hacerlo no montes todo ese lío. Fíjese con qué facilidad pasó usted de Siniestro Total a Catalunya, lo que sin duda nos da motivo para abordar el tema de Ucrania.

Estamos los europeos al borde de un punto sin retorno, metidos hasta las cejas en una crisis galopante. Macron prometió el otro día a sus ciudadanos que "se acabaron los tiempos de la abundancia". Eso da mucho miedo. Alemania decretó que los tráficos ferroviarios de carbón tendrán prioridad sobre los de pasajeros porque necesitan almacenar combustible como burros para quemarlo en invierno.

Los europeos estamos metidos hasta las cejas en una crisis galopante

La cuestión es si llegados al instante en que decida dar un paso más o no darlo, la ciudadanía expresará su opinión. Es muy fácil estar a muerte con Ucrania hasta que los nietos pasan frío o la cesta de la compra se vuelve inasumible. La guerra se promete larga. De desgaste, dicen. El otoño y el invierno pueden ser calamitosos, Dios no lo permita. La sequía afecta a media Europa y las cosechas van a ser pobres. Las sociedades de los pueblos de Europa pueden cansarse de unas sanciones que parece, impuestas contra usted y contra mí. El argumento de que "hay que apoyar a Ucrania porque Rusia es la potencia agresora" irá perdiendo peso, no porque sea cierto o falso, sino porque cuando uno tiene hambre no tiene amigos. Ucrania dejará de ser amiga nuestra para convertirse en un aliado irritante y gorrón. Quizá no lo veamos así hoy, pero le aseguro que si la cosa sigue por este camino muchas sociedades europeas se volverán contra sus gobiernos exigiendo pan.

Ese punto de no retorno lo veremos y lo que se decidirá es si abandonamos esa guerra como Coppini abandonó Siniestro Total o nos metemos hasta el fondo con todas las consecuencias, por supuesto entre ellas las de arruinarnos en el empeño. Esa guerra nos parecerá cada vez más distante y ese empeño en ayudar a un país agredido que no parece precisamente victorioso se volverá mucho más que un incordio para millones y millones de personas, entre las que quizá estemos usted o yo. A fin de cuentas, cuando los Estados Unidos invadieron Irak nadie les puso ni una multa de aparcamiento.

De momento, quien va perdiendo esa guerra de calle es la Unión Europea. El euro se vino abajo. Cada vez que entramos en una frutería vemos los precios más caros que hace una semana porque perdemos poder adquisitivo a marchas forzadas; la subida de la energía es brutal a pesar de la excepción ibérica. Y todo eso puede durar e ir a peor. No se trata de que nos pongamos en plan apocalíptico, como está haciendo usted ahora mismo, sino de si queremos cantar que los esqueletos no tienen pilila o que no son buenos tiempos para la lírica.

Yo no sé, cuál de las dos opciones es la mejor. Por mí, creo que me la jugaría a dejar de pagar una guerra que nos va a desangrar a todos y todas, pero en asuntos de tamaña importancia mi opinión carece de toda trascendencia, como la del resto del mundo. Serán los pueblos quienes monten un cacao si comprueban que no sólo se acaban los tiempos de la abundancia, como anuncia Macron, sino que llegan los de escasez y la consecuente carestía.

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