Opinión

Libros para el olvido

LEO, AL MENOS, una media de dos libros por semana. Uno de poesía y otro de cualquier género. Por tanto, mi Día del Libro despierta cada mañana. Además tengo tres manías rayanas en la superstición. Una, antes de comprar una novela o un ensayo leo su página nº 98. En ella detecto si el colega juntaletras, hombre o mujer, escribe bien, sabe lo que es el estilo, la gramática e, incluso, el buen uso de la materia prima: las palabras. A veces en esa página hasta descubro lo correcto o mal tejido del argumento. He desechado en las librerías muchos ejemplares gracias a la página 98 y otros los he llevado al altar de mis complacencias.

La siguiente excentricidad consiste en no pasar de la página nº 49 si el texto no consigue interesarme. Nunca alcanzo el medio centenar, esto es, no paso a la siguiente página par. Mi convencimiento se asienta en la existencia de lo mucho y muy bueno que existe para leer, aprender y entretener. No vale la pena comerse la vaca para saber si la carne es de calidad, llega con esa chuleta inicial. Esto lo aprendí siendo pequeño lector y no he dejado de practicarlo nunca.

Mi tercera extravagancia consiste en no recomendar libros o autores y, mucho menos, aceptar de buen grado las indicaciones de los llamados sabios de la lectura. Hace mucho tiempo que dejé de cultivar el jardín de las decepciones.

Desde que tengo recuerdos, para mí los libros han sido objetos de deseo y admiración. Suelo decir que todo cuanto sabemos es gracias a que quedó escrito en piedras, en papiros, en tablillas… en los libros, en fin. Miles de veces he debido asegurar que el libro es un objeto sagrado. Sobre algunos de ellos hasta se jura o promete, se empeña la palabra de honor (cada día más escasa). He reunido miles de ejemplares en mi casa y les confieso el gozo que siento contemplando sus lomos o reencontrándome con algunos hijos pródigos. Me cuesta deshacerme de ellos.

¿Por qué les cuento estas intimidades librescas? No, no es porque mañana sea la Fiesta del Libro. Sencillamente porque estoy perdiendo el amor por los libros. Así, en plural, en genérico. Las grandes librerías se han convertido en supermercados del producto impreso. Te acercas a ellas y cientos de portadas hoy embriagan la vista y pasado mañana ya no están, han sido rápidamente sustituidas por otras igualmente anodinas. Unos meses más tarde la mayoría de ellas han pasado de la categoría de más vendidas a los anaqueles de ‘saldos’, si es que han logrado franquear la guillotina, sin triunfar en su hipotética revolución francesa.

Aunque aún se salvan las pequeñas y medianas librerías, gracias a sus fondos y al amor de los libreros de oficio, el libro es un elemental producto de consumo engarzado en una cadena de producción-venta-destrucción. Círculo del que a veces ni escapan las gloriosas pequeñas editoras independientes. Los libros ya no son reductos de la cultura, territorios sublimes de la inteligencia. Tengo la certeza de que cuanto hoy publicamos —incluidos mi centenar de títulos—, ni un 0,01 % trascenderá a nuestra locura editora. Al signo de nuestro tiempo. ¿Quiere esto decir que hay que dejar de producir, vender y comprar libros? No, en absoluto, lo idóneo sería cambiar el sistema, pero eso es una utopía. Por tanto, mi recomendación en esta fecha señalada, es que recuerden el 98 a la hora de decidir y el 49 a la hora de abandonar o seguir con la lectura.

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