Opinión

Perderíamos la guerra

Me gustaría que no fuera desalentador, pero lo es. El covid-19 estuvo a piques de matarme y desearía no saber más nada de él, ni que fuera motivo de conversación en mi entorno. Pero no. Estamos sufriendo el fragor de la sexta ola y ya casi nadie duda de la venida de otras nuevas, quizás más debilitadas, pero que rematarán por convertirse en cotidianas. Me repugna este catastrofismo conformista. La valoración de los datos cantados cada día como números de una lotería negativa me espanta. Y contemplar otra vez la precaria situación de la sanidad pública, en especial de la atención primaria, me indigna.

Después del duro esfuerzo sanitario, social y económico con el que superamos las primeras y sorpresivas envestidas del virus, la ciudadanía estuvo dispuesta a creer en la diligencia de la política para prevenir las siguientes. Nos equivocamos. La pandemia nos enseñó a repudiar los defectos de la organización de la España de las Autonomías, que nos mostraron un cicatero y oportunista modo de entender la política. Los enfrentamientos partidistas de algunos gobiernos autónomos contra el gobierno central, en lugar de buscar consensos y soluciones comunes, abrieron la puerta a una feroz lucha por el poder terriblemente insolidaria y peligrosa. Un año después, al margen del virus, ese despropósito virulento parece consolidado.

El agradecimiento a los profesionales de la sanidad, noche tras noche aplaudidos desde los balcones y ventanas, esperaba una revisión y nuevas planificaciones para aumentar la efectividad de la sanidad pública tan martirizada. Nos equivocamos. Miles de profesionales recibieron las cartas de despido a poco que el virus pareció dormido. Y en esta sexta ola algunas comunidades nos sorprenden llamando como refuerzos a jubilados, voluntarios y farmacéuticos, para que trabajen gratis o con compensaciones ridículas. De nuevo se recurre a la solidaridad caritativa y al confusionismo para eludir responsabilidades. ¿Es esto cuánto se ha aprendido y previsto?

Los casos de Andalucía y Madrid son paradigmáticos. En la comunidad andaluza se despidieron 8.000 sanitarios en un mismo día. Al llegar el Ómicron Díaz Ayuso se vio obligada a aplazar durante dos meses el despido de 11.200 sanitarios en bloque, quienes al final del invierno deberán colgar sus batas. Y la calle se pregunta: ¿cómo es posible que esta presidenta contrate una inversión de 51 millones en un hospital innecesario, su coste se eleve a más 170 millones, y no rinda cuentas? ¿Para qué sirve un centro médico defectuoso sin sanitarios? Para patentizar una forma de entender la política sanitaria.

La destrucción de la sanidad pública en la Comunidad de Madrid, del mismo modo que intentaron en Valencia con el famoso modelo Alzira, no es casual ni inocente. La sanidad está transferida a las comunidades autónomas y funciona según el color de sus gobiernos. Así vemos que la derecha pone mayor énfasis en las inversiones en ladrillos que en la contratación de profesionales. No me satisface el símil, pero si esto sucediera con el ejército, donde los responsables invirtieran en cuarteles y armamento, dejando de reclutar soldados profesionales, sin duda perderíamos la guerra.

Con esta sexta ola del covid-19, disfrazado de Ómicron, es evidente que seguimos perdiendo la sanidad pública, como consecuencia del cansancio y de la escasez de profesionales en los centros médicos.

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