¿Lees o escribes?

Durante su estancia en Oviedo para recoger el premio Princesa de Asturias, Eduardo Mendoza afirmó que lo meritorio no era escribir, sino leer. Había algo de guiño al auditorio donde aplaudía entusiasmado un público conformado por la suma de clubs de lectura de distintas procedencias y características. Los hay en bibliotecas, librerías, asociaciones de padres, cafés culturales, comunidades de vecinos o grupos de amigos, qué maravilla, pero su aseveración seguramente aludía también a esa tendencia imparable que nos lleva hacia un mundo en el que hay más escritores que lectores, un fenómeno al que el capitalismo ha sabido sacar partido. Los días malos lamento haber elegido el lado equivocado y no hacer ideado a tiempo una empresa de captación de talentos narrativos, tan convencidos de serlo que, no hallando sitio en el mercado editorial donde profesionales con mejor o peor criterio deciden qué textos merecen convertirse en libros, están dispuestos a pagar por ver su obra "publicada". Algo muy lícito, claro, ya lo hizo mi abuela Salesa, escribir durante años unas páginas que sus nietas mandamos encuadernar para darle la forma del objeto mítico, ese milenario que sigue teniendo un prestigio social imbatible. Ahora sus bisnietos pueden leer aquellas memorias de tiempos de guerra y supervivencia construidas en frases correctas y alambicadas que funcionan malamente porque la verdad parece estar escondida en el lenguaje formal y mentiroso de la escuela de aldea de aquellos tiempos. Y eso que la abuela era listísima y una narradora oral excepcional, un talento que pocos poseen, pero su texto no puede ir más allá de lo que fue, que no es poco, un mensaje al futuro, un hilo con sus descendientes. 

Ir a la imprenta es la solución barata y realista, pero poco satisfactoria si crees llevar un García Márquez dentro. Los rechazos a Cien años de soledad dan alas a los aspirantes para perseverar. Y en esa ensoñación aparecen las empresas de edición que, avispadas, ofrecen la pátina de igualdad con el resto de libros publicados: ISBN , corrección, maquetación y distribución. En la mayoría de los casos, de todo ello, sólo quedará lo primero. Las 'editoriales' se publicitan de manera encubierta en redes sociales anunciando que está abierta la recepción de manuscritos, un cebo de lo más tentador si tienes una docena en la mesilla de noche. Lo que no hay en esa mesilla es libros de otros. Por alguna misteriosa razón, gente que no lee libros quiere publicar libros. Al reclamo responden al instante miles de personas preguntando si vale poesía, o relato o novela romántica o policial. Ellos tienen material que tal vez sea de interés de los "editores", que se frotan las manos con la candidez, por no decir necedad, de sus futuros clientes. Los 'editores', obviando las tremebundas faltas ortográficas o la sintaxis imposible de las respuestas, se muestran amables, pero no entregados. Aseguran que, después de una lectura concienzuda, decidirán si merecen ver la luz, insinuando que muchos se quedan fuera de la criba para alimentar así la ilusión de participar en un proceso real de edición, regalando una pátina de excelencia, de valor. Evidentemente, todos serán "publicados" porque los tres mil euros que sus autores pagarán por el servicio son una poderosa razón. El negocio es perfecto porque se nutre de la vanidad, tan infalible como la muerte, a todos nos llega, como arrebato pasajero o como insidiosa compañía, más presente que nunca en una sociedad en la que todos queremos ser el centro, tener la voz en lugar de escuchar, recibir la mirada en lugar de mirar.

No se trata de desdeñar individualmente al que decide autopublicarse, al menos no al que lo hace consciente de su elección, pero los números de empresas como Círculo Rojo, que saca tantos títulos al año como el grupo Planeta o Random House y que acaba de ser vendida a lo grande, dicen mucho de lo que somos en conjunto, un ramillete de narcisos enamorados de nuestro reflejo. 

Leyendo abrazamos la alteridad, aceptamos la mirada de otro, escuchamos una música que no es la nuestra. Tiene razón Mendoza, en tiempos del yo, leer es una revolución.