Los recuerdos entrañables de la calle San Román

Cuando pienso en la Pontevedra de mi infancia, inevitablemente aparece ante mí la imagen de la calle San Román. No era solo un pequeño tramo entre la Plaza de la Herrería y la Plaza de la Verdura; era un universo propio, un corazón pequeño pero poderoso que latía con fuerza dentro de la ciudad. Para muchos pontevedreses (y especialmente para quienes crecimos allí) San Román fue siempre más que una vía comercial: fue un hogar extendido, un espacio donde cada puerta abierta guardaba una historia de esfuerzo, de ilusión y de comunidad.

Entre los años 1960 y 1990, la calle vivió su época dorada. Incluso con el empedrado medieval que la caracterizó durante décadas, San Román se convirtió en una arteria fundamental del comercio local. En apenas unos metros convivían librerías, tiendas de ropa, comercios infantiles, zapaterías, ultramarinos, una carnicería y una lechería, una peluquería y una cerería, tiendas de tejidos y telas, una colchonería y, por supuesto, aquel bar pequeño y bullicioso: el inolvidable Puerta a Puerta, donde Conchi preparaba aquellos bocadillos de calamares que aún hoy podrían despertar recuerdos de media ciudad. Allí donde estuvo aquel bar, hoy se levanta una conocida tapería que todavía conserva, sin saberlo, el eco del murmullo de aquellos años maravillosos.

Pero lo más extraordinario de esa calle no era la variedad de negocios. Era quiénes los sostenían: las mujeres. En una época en la que el trabajo femenino aún exigía romper normas y desafiar expectativas, San Román fue un territorio de mujeres incansables, trabajadoras de sol a sol, que atendían, organizaban, escuchaban, gestionaban y, al mismo tiempo, sostenían sus hogares.

Trabajaban codo con codo con sus maridos, sí, pero eran ellas quienes dirigían el pulso de la vida comercial, quienes daban carácter a cada mostrador y quienes hacían de la calle un verdadero ejemplo de empoderamiento antes incluso de que esa palabra existiera.

Algunas de ellas siguen hoy con nosotros y merecen un homenaje inmenso: Pilar, Gloria, Sara, Carmiña (de Limeres) y Olga, mujeres firmes, generosas y laboriosas. Ellas representan la memoria viva de nuestra ciudad, parte de una generación de mujeres que abrió camino con su ejemplo, demostrando que el comercio se sostiene con cercanía, esfuerzo y constancia. Ayer, como hoy, su trabajo encarna dignidad, compromiso y orgullo por hacer las cosas bien, recordándonos que los valores que ellas sembraron son más necesarios hoy que nunca.

Pero también están las que ya no están, y que levantaron los cimientos de esa familia extendida que llegamos a ser: Carlota (ultramarinos), Generosa (colchones), Julia (ultramarinos), Milagros (zapatería), Josefa (verdura y pan de maíz), Tina (mi abuela), Luisa (zapatillería y palmas en Ramos), Clarita (confección y telas), Ramona (ultramarinos), Mª Carmen (lechería, hija de Laura), Maruja (calzados Pepiño), Toñita de Ernesto (confección), Clarisa (ultramarinos) y Enma. Estos son los nombres que yo guardo en mi memoria, aunque seguramente fueron muchas más las mujeres que hicieron de esa calle un lugar único. A todas ellas las recordamos con respeto profundo, conscientes de que, sin su empeño, esa calle jamás habría sido lo que fue.

Y luego estamos las descendientes, las que heredamos no solo los recuerdos, sino también la manera de mirar el mundo: Selma, Gloria Mari, María del Mar, María, Chiruca y yo misma. Todas llevamos dentro la enseñanza silenciosa de nuestras madres, tías o abuelas: el valor del trabajo bien hecho, el orgullo de levantar la verja cada mañana, la importancia de tratar a cada cliente como a un vecino y a cada vecino como parte de la familia.

Porque sí: San Román fue una familia. Y lo sigue siendo. Este sábado volvimos a reunirnos en el local del antiguo bar Puerta a Puerta: Gloria (de Glomar, ropa infantil) y sus hijas Gloriamari (alma mater del grupo) y María del Mar; Pilar (de Confecciones Pilar); Chiruca (zapatería Ubaldo); Marisa y Maricarmen (del Puerta a Puerta inicial); Maricarmen (de la lechería, hija de Laura); Nelly (de Queiro); Selma (mi madre) y yo misma (tienda de cárnicos y congelados), además de Carmela Fondevila (mi profe de inglés en la Junquera), Tere y Carmiña (vecina nacida en la calle) y otra Maricarmen, amiga que se unió a este extraordinario grupo de amigas. Con ellas, entre las quince, sumamos la friolera de 1.187 años.

Nuestra infancia transcurrió entre cajas de mercancía, mostradores que eran casi muebles familiares y aromas que aún hoy somos capaces de reconocer con los ojos cerrados: tela nueva, pan recién hecho, cuero, género fresco, leche del día. La calle era nuestro patio de juegos y, sin saberlo, nuestra primera escuela de vida. Allí aprendimos que la confianza se construye con palabras sinceras y que la solidaridad no es un gesto extraordinario, sino un hábito cotidiano.

En San Román no existía la competencia feroz. Existía la cooperación. Cuando alguien enfermaba, otra tienda abría antes o cerraba después. Si llegaba un pedido grande, aparecían manos amigas sin necesidad de pedirlo. El barrio funcionaba como un engranaje perfecto, movido por la generosidad y el respeto mutuo.

También recordamos con cariño el que fuera mi primer colegio: Jesús, José y María, con la querida profe Berta, ubicado encima del Carabela en la Plaza de la Herrería. Subir aquellas escaleras cada mañana y bajar después hacia San Román era volver a casa, a la protección de un entorno que nos conocía por nuestro nombre.

Hoy, cuando camino por la calle, la veo transformada, inevitablemente distinta. El empedrado cambió, los negocios son otros y la vida fluye de manera diferente. Pero su esencia permanece. Permanece en las piedras, en los pasos que aún se detienen frente a un escaparate, en el aire que resuena con los ecos de lo que fuimos. Porque San Román no es solo una calle de la zona vieja: es memoria viva, es comercio local en su mejor versión y es, sobre todo, el legado de aquellas mujeres que sostuvieron su alma durante décadas.

Escribo estas palabras con emoción profunda y orgullo inmenso. Orgullo por las que están, por las que se fueron y por las que seguimos volviendo cada año a reencontrarnos. Porque hablar de San Román es hablar de nosotras. Es hablar de comunidad. Es hablar de familia.

Y la familia (la que uno elige) nunca desaparece.

Este sábado volvimos a estar juntas y, con nosotras, regresaron vivos como siempre los recuerdos entrañables de la calle San Román.